jueves, 23 de enero de 2014

A lo lejos la ventana, a lo cerca un verano individual. Después de la ventana sigue el balcón, luego del balcón el vacío. Ahí ya nada importa. Ni vos, ni yo, ni nosotros. Nadie.
La birra ya está caliente y el disco de Los Redondos que puse ya terminó. (Yo me pregunto lo mismo que el Indio, cómo puede ser que te alboroten mis placeres?) Solo estamos el cenicero y yo en plena charla personal, y creemos que es hora de poner otro disco de Patricio Rey y abrir otra botella; la noche aún tira para rato. Puedo apreciar el sonido del silencio, la inmensidad de la nada que me rodea. Salgo un segundo al balcón y apuntó los pies al vacío, miro hacia abajo. La vida de repente se tornó de color pastel y todo es un dibujo animado, todo transcurre a velocidad lenta; las caras de todos se deforman y parecen mascaras de cuero mal hechas. Recién me doy cuenta que mis pies aún no tocan la tierra. Abro los ojos y estoy en la cornisa, tengo medio cuerpo dentro y la otra mitad fuera de la realidad, en ese vacío donde uno ya es nada. Decido volver a entrar al departamento, seguir tomando la birra que dejé abierta y dejar que la rasposa voz de Carlos me endulce los oídos. Entre una cosa y otra le cuento al cenicero que desde que el mundo es mundo el que sabe amar tiene que aprender a sufrir y al que no sabe amar le crece la nariz.

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